El lenguaje lo crean y lo modifican las sociedades porque es una práctica social aprendida de uso común. Por eso es lógico que se produzcan cambios en sus sonidos (nivel fonético-fonológico), en sus significados (nivel léxico-semántico), en sus estructuras (nivel sintáctico), en sus formas (nivel morfológico) o en los contextos en los que se produce (nivel pragmático).
Los motivos de estas variaciones lingüísticas son
múltiples y complejos. Aunque en general suelen ser cambios naturales no dirigidos,
que resultan de la historia de las poblaciones (en términos de desplazamientos
geográficos, flujos y contactos entre pueblos, o para nombrar las nuevas
realidades fruto de los avances en las actividades humanas), también es posible
introducir artificialmente cambios en el lenguaje orientados a variar la
percepción social que tienen los hablantes sobre una determinada cuestión.
El ejemplo más claro de
estos cambios orientados son las recomendaciones de uso de un lenguaje institucional
garante de corrección política, que no descalifique ni discrimine a personas o
grupos definidos por características como la raza, el sexo, la nacionalidad, la
edad, las preferencias sexuales, las discapacidades, etc. Al reciente debate sobre la conveniencia o no
de generalizar el lenguaje
inclusivo, apoyado en la idea de que «lo que no se nombra, no
existe» se unen ahora las recomendaciones lingüísticas para comunicar sobre
cuestiones medioambientales siguiendo las tesis de grupos como Ecologistas en
Acción, para quienes «cuando
cambiamos el lenguaje también cambiamos la forma en la que pensamos».
La realidad es que dos
fenómenos tan complejos como el pensamiento y el lenguaje solo parecen
explicarse conjuntamente porque, al ser complementarios, están indisolublemente
ligados, como explican Gabriela Zunino y
Alejandro Raiter, de la Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco.
Sin embargo, la naturaleza de esta relación es ya un debate filosófico clásico
entre universalistas, para quienes el lenguaje refleja las pautas
universales de nuestro modo de conocer y, por eso, no afectan a la percepción
de la realidad, y relativistas, para quienes el lenguaje,
básicamente arbitrario y cultural, sí permite que una lengua influya en cómo
percibimos el mundo.
Entre las teorías lingüísticas
más conocidas, la vertiente fuerte de la hipótesis de Sapir y Whorf (llamada determinismo
lingüístico) asume que la lengua puede actuar
directamente sobre el pensamiento de manera terminante y unidireccional, lo que,
como explica Juan
Santana en su análisis de los mecanismos léxicos de la corrección política en
inglés, lleva a pensar que,
«si se eliminan ciertas palabras, los conceptos a los que estas aluden
acabarán por ser literalmente impensables». Es lógico imaginar por lo tanto que
también lo contrario es posible: si se crean las palabras, los conceptos a los
que aluden acabarán por imponerse en el pensamiento del hablante. Sin embargo,
existe una versión más moderada de la hipótesis de Sapir y Whorf que asume que,
aunque el lenguaje sí influye en el pensamiento, no lo determina. Esto deja la
puerta abierta a pensar que hay otros muchos factores que también modelan el
pensamiento, o incluso que sea el pensamiento el que actúe cambiando el
lenguaje. Sea como sea, es un hecho que los términos medioambientales están
haciéndose hueco en el vocabulario de nuestro día a día, quizá porque también
el espacio mediático que ocupa el medio ambiente, con los fenómenos climáticos
como uno de sus temas estrella, ha aumentado considerablemente en los últimos
años.
Por eso no fue ninguna sorpresa que los diccionarios Oxford eligieran «emergencia climática» como término del año 2019, después de que su frecuencia de uso se multiplicara por 100 en apenas un año. Pero no solo se aprecia un incremento en el uso de palabras relacionadas con el clima, sino que también se observan cambios en las combinaciones de palabras (colocaciones), en un fenómeno que, según Jesús Andaluz, de Ecologistas en Acción, tiene que ver con «asumir y aceptar que nos encontramos ante un reto de grandes magnitudes que nos afecta en muchísimos aspectos de la vida cotidiana».
Ya en mayo de 2019 el periódico británico The Guardian incluyó en su libro de estilo la recomendación de adoptar un lenguaje que, sin comprometer la precisión científica, alertara sobre la urgente necesidad de actuar para frenar lo que abogan por denominar «crisis, urgencia o emergencia climática» en lugar de «cambio climático». Para la editora de The Guardian, la palabra «cambio» no vehicula en absoluto la idea de «catástrofe para la humanidad» a la que considera aluden los científicos del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (GIECC, más conocido por sus siglas inglesas IPCC). También la Fundéu española, comprometida con el buen uso del lenguaje en los medios de comunicación, ha hecho sus propias recomendaciones respecto a los usos de «crisis climática», «cambio climático», «emergencia climática» y «calentamiento global».
Días antes de
la 25. ª conferencia de las partes de la Convención Marco de las
Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP25), que tuvo lugar entre el 2 y el 15 de
diciembre de 2019 en Madrid bajo la presidencia de Chile,
un grupo de científicos respaldados por
11 258 firmantes de 153 países publicó en la revista Bioscience un artículo donde consideraban la
necesidad de «decir las cosas tal y como son» al conjunto de la sociedad,
porque «el planeta Tierra está clara e inequívocamente frente a una emergencia
climática». Con una opinión radicalmente diferente, otro grupo de 500
científicos dirigió una carta al secretario general de
Naciones Unidas donde se oponían al uso de la palabra
emergencia para hablar de la situación climática actual.
La polémica
está servida: no todos los comunicadores consideran positiva esta actitud
militante del periodismo científico, de la que opinan puede llegar a desacreditarlo o banalizar la temática del clima, como ha ocurrido
con la nutrición, donde desde el punto de vista informativo es difícil distinguir lo factual de lo
ideológico, lo científico de lo pseudocientífico.
Frente a
iniciativas mediáticas abiertamente militantes, como Covering
Climate Now, nacida con la
intención de «ofrecer un abanico de estrategias informativas compatibles con el
futuro de reducción de 1,5 °C de la temperatura atmosférica global que
preconizan los científicos» para compensar el «silencio sobre el clima que ha
sido hasta ahora la norma en la mayoría de medios de comunicación, sobre todo
estadounidenses» y concienciar a ciudadanos y políticos de su capacidad de presión
sobre los sectores que deben reducir sus emisiones, muchos comunicadores
científicos eligen una vía que consideran más profesional. Matthew C. Nisbet, en
su artículo sobre los problemas del
periodismo científico sobre el clima, alerta del
peligro de comunicar poniendo solo el foco en las dramáticas consecuencias de
los efectos del calentamiento sin comentar adecuadamente el distinto grado de
incertidumbre de cada modelo, o los riesgos de aplicar una escala valorativa a
datos objetivos de (in)certidumbre obviando el lenguaje científico calibrado
del panel de expertos del GIECC, como sugiere el trabajo de Luke C. Collins y Brigitte
Nerlich.
Michael Bruëggemann, experto en comunicación sobre ciencia y clima de la
Universidad de Hamburgo firma un
interesante artículo sobre la contribución del periodismo a la
insostenibilidad del debate sobre el clima, donde afirma que con demasiada frecuencia los
informadores simplifican en exceso la ciencia y presentan hechos dependientes del
contexto o datos preliminares como hechos establecidos y probados.
El cambio
climático es un ejemplo tipo de lo que se considera ciencia posnormal, donde «los factores son inciertos, hay valores
en disputa, los riesgos son altos y las decisiones
urgentes», lo que para
Brueggëmann justifica que el periodismo posnormal sea «esencialmente
interpretativo» y se caracterice por
«borrar las fronteras entre periodismo, ciencia y militancia».
Por
curiosidad, he querido hacerme una idea de la evolución del vocabulario
referido al clima durante los cuatro años que separan el Acuerdo de París,
firmado durante la COP 21, y la COP 25 de Madrid. Decidí para ello
comparar varios documentos de Greenpeace referidos a estas dos conferencias. Me
pareció interesante trabajar con los textos que una organización ecologista
como Greenpeace (ver tabla) pone a disposición del público en su página web,
para observar los cambios en el lenguaje de un colectivo que lleva luchando por
el medio ambiente desde 1971, y que milita por la reducción de las emisiones de
CO2 desde mucho antes de la actual mediatización de los fenómenos
relacionados con el clima.
TABLA DE DOCUMENTOS EMPLEADOS PARA CONSTRUIR LOS CORPUS |
COP 21 (PARÍS, 2015) |
COP 25 (MADRID, 2019) |
COP21
de París. La Cumbre de los héroes anónimos por el clima |
https://es.greenpeace.org/es/wp-content/uploads/sites/3/2019/11/Dossier-medios-COP25-GPS-Madrid.pdf |
|
Claves
para entender el acuerdo firmado en la Cumbre del clima de París |
||
N.º total de palabras |
13350 |
8436 |
Se trata de una comparación rápida, sin ninguna pretensión más allá de la de apuntar tendencias que corroboren o no la presencia de cambios lingüísticos en el discurso ecologista sobre el clima. La comparación está simplemente basada en el análisis de las frecuencias relativas de aparición ([número de veces que aparece la palabra × 100] ÷ número total de palabras del corpus) de las palabras más usadas en los dos corpus de textos creados para este ejercicio, uno para la COP21 y otro para la COP25.
Se observa
asimismo que el uso del verbo poder se reduce a la mitad
en los en los textos de la COP25, donde sin embargo se triplica el uso del
verbo deber, en lo que interpreto como una tendencia a pasar de
la posibilidad o la capacidad a la obligación y el mandato. Algo similar ocurre
con el verbo cambiar, que en los documentos de la COP21 es 13 veces más
frecuente, mientras que en la COP25 se prefiere hablar de transición o
de reducción / reducir, en lo que podría ser un intento de concretar qué
tipo de cambio es el que debe intervenir.
Es curioso
además notar el doble de apariciones del verbo luchar en el vocabulario
de la COP 25, así como de palabras como ambición, ciudadanía, crisis,
medidas, urgencia y político/a/s, cuyo conjunto me parece
que llama a la acción ciudadana en favor de la adopción urgente de medidas
contra el aumento de la temperatura a escala del planeta.
Entre las
palabras que prácticamente no sufren variación de uso encontramos, como es
lógico, las referidas a los temas centrales de la temática climática (clima, temperatura,
desarrollo, niveles, aumentar…).
Un vistazo a dos
ejemplos de palabras en las que se aprecia una variabilidad en sus colocaciones
muestra claramente como crisis era una palabra neutra en los documentos
de la COP21 (combinada simplemente con su artículo, pero no acompañada de
adjetivos), mientras que en el corpus de la COP25 es una palabra asociada tanto
a verbos dinámicos (detener, sacar, poner fin, abordar, producir) como a
adjetivos descriptivos (climática, extrema). La misma tendencia se observa en
las colocaciones de las palabras político(s), política(s), que
son mucho más variadas y numerosas en los documentos de la COP25 que en los de
la COP21, en lo que yo considero una prueba más de la intención de concretar acciones
en ciertos campos (agrícola, hidráulico) o de calificar políticas existentes
(anticlimáticas, neoliberales, extractivista, gubernamental, necesaria…)
Con este
pequeño ejercicio práctico de comparación de documentos está claro que el lenguaje
que se utiliza para hablar de los fenómenos climáticos está en plena evolución
y que, al debate filosófico sobre
la correspondencia entre el conocimiento de la realidad y su expresión se
superpone un gran debate sobre cómo comunicar sobre los
fenómenos climáticos de nuestro planeta.
Ya sea traducción del pensamiento,
determinante del pensamiento, o vehículo del pensamiento, me parece que el lenguaje tiene
mucho que ver con la construcción de nuestra visión del mundo. Por eso parece
razonable la visión de Nysbet, partidario de un periodismo que sea capaz de
recoger el amplio espectro de opiniones de expertos en temas tan complejos como
estos, y que esté dispuesto a investigar sobre los eventuales sesgos,
motivaciones y prácticas de estos expertos para promover su trabajo científico
o servir a intereses políticos según sus preferencias. El riesgo, como recuerda el filósofo Laurent
Fedi en su artículo «Maneras de hablar, maneras de pensar», es que los modos comunes de
expresión puedan encerrarnos en marcos ideológicos de los que es tanto más
difícil salir cuanto que el vocabulario empleado se nutre del registro
codificado por el sistema.
Está
claro que en cuestión de clima, llueven polémicas en donde las palabras dan
mucho juego, porque lo cierto es que hay mucho en juego.
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